Tras la carne oscura, el dolor agazapado irrumpe en detonaciones identitarias; a modo de ínsulas sangrantes. Para nacer. Siempre. Para morir, la mayoría de las veces. La identidad, ya se sabe, impura e incierta, adolece de posturas quietas. En la invención de estar todo se vuelve impostura. En la de ser el hallazgo resulta impostergable, aunque, tan a menudo, sus propósitos se confundan. Desmorecida la memoria, próxima al desvanecimiento, como viento viejo de tenaz resistencia en tu recuerdo, jadea instantes, que son tu historia. Si estás aquí conformas mi obra, donde la temporalidad corpórea de la escritura me convierte en otra. Y asumes mi ausencia a la par que allanas distancias con tu olvido. En cuerpo de aguja me des-visto, des-cosiéndome del revés. A sabiendas que todo desnudo, próximo a cualquier exhibicionismo, no revela de sí más que la carne. Que muta, envejece y olvida. Pese a las cicatrices. Despojar la intimidad del cuerpo es un designio inescrutable, que ni tan siquiera la palabra consigue. A ratos la memoria. A veces la sangre. Cualquier desnudo, aparte de dejar al descubierto, a la vista de todos, al sujeto; no hace más que mostrar la envoltura del cadáver que nos condiciona. La máscara que nos clasifica. Quizá, por ello, quien mucho se destape, poco desvele de sí. Por no decir (casi) nada. Equívocas las acechanzas del mundo, nos sobran razones para desentumecer el cuerpo.
Macarena Nieves Cáceres